Gloria Rubiera es una de esas personas a quien cualquiera le gustaría encontrar alguna vez en su vida. Tiene 54 años, que los cumplió la semana pasada, pero no los aparenta. Sufre fibromialgia, una enfermedad condenada muchas veces al descrédito. Confiesa, por mucho que le duela el cuerpo, que se ha negado siempre a «ir para atrás». La fibromialgia, dicen los médicos, produce dolor, a veces muy intenso, pero no hay causa que se sepa. Y como no se sabe a ciencia cierta la causa, para unos es enfermedad y para todos misterio.
Gloria trabaja (y cotiza a la Seguridad Social) desde que tiene catorce años. Durante muchos años estuvo en el sector metal (y puede que sea la mujer que primero cotizó en España no sólo en este sector, sino en cualquier otro). Después, como tantas mujeres gijonesas, se quedó en el paro. Comenzó entonces su lento vagar, lleno de energía, entre la solidaridad, la simpatía y la entrega. Un día descubrió que en su mesa había quince extranjeros: búlgaros, Ucranianos, rusos… Cada uno hablaba en su acento, pero ella les daba lo que tenía.
Les dio de comer, les buscó trabajo. a un búlgaro, una bellísima persona, no le daban empleo para repartir por la calle publicidad «porque aún no hablaba en castellano»; y ella, que se defiende en el asturiano de todos los días, se presentó al trabajo, lo consiguió y se lo dio a su amigo.
-Total, qué más daba quien cobrase. Él hacía el trabajo y yo le pagaba lo que me habían dado.
Pocas veces se encuentra uno con una persona admirable. Es cierto que hoy se admira cualquier cosa y no faltan fantasmas, en el sentido coloquial del término, en cualquier canal de televisión; pero yo me refiero a esa admiración que se siente en silencio, que se percibe en la intimidad y que tiene tanto de admiración como de agradecimiento. gloria, ahora de baja laboral tras un largo paro, no se puede estar quieta. Hay quien no lo comprende, pero ella no quiere pasarse el día donde estaría más cómoda, en la cama, y se dedica a ayudar a los demás.
-Cuido a personas mayores. La vejez trae muchos dolores, pero sobre todo mucha soledad. Yo combato esa soledad: hablo con ellos, les acompaño. Cuando dicen que les duele todo, les entiendo: a mí también me duele mucho.
En ningún momento me dice que tiene esperanza para superar su enfermedad. A ella le importa, y le duele, pero ha encontrado en el dolor de los otros la manera de paliar el suyo. Orgullosa de su «trabajo» me habla de una señora a la que acompañó y que para andar unos metros necesitaba de muletas. La sacaba, un día sí y otro también, a la Puerta de la Villa. Y ahora «anda que se mata» por las playas de Benidorm.
Es una excelente cocinera. Canta zarzuela como los ángeles («y si tiro de la asturianada, teníes que veme», yo dado). Le gustaría jubilarse porque piensa que ya no da más de sí y, además, tiene ya 35 años cotizados en la benemérita Seguridad Social. Pero la fibromialgia es indetectable, aunque duele; y los papeleos se alargan y se alargan.
Me lo cuenta bajo la sombra de una sonrisa, como si en realidad le diese igual su futuro próximo. Lo que a ella le gusta es compartir, dar lo que es suyo y de nadie más: su independencia, su simpatía, su energía.
Con cada anciano que cuida se acuerda de su abuelo, a quien cuidó de niña. Yo pienso agora en una película que sin duda mi querido José Luis Cienfuegos, a quien Xixón le debe cuando menos una calle, recordará.
Pongan su mente en blanco y negro ya que el film les lleva a 1920. Nueva York. Una señora vende manzanas por la Quinta Avenida. Casi nadie se las compra, pero ella va alegre ofreciéndoselas a todo el mundo. Nadie lo sabe, pero quien compra alguna de esas humildes manzanas, se lleva la suerte. La suerte de saber vivir; vamos, la suerte de dar vida.