Por Mons. Juan José Asenjo el 17 de septiembre de 2012
Mons. Juan José Asenjo Queridos hermanos y hermanas:
Hace tres meses me visitaron en mi despacho un grupo de enfermos de fibromialgia y síndrome de fatiga crónica. Deseaban informarme sobre este tipo de dolencias relativamente novedosas y al mismo tiempo me pedían ayuda para dar a conocer a la opinión pública sus problemas. Con mucho gusto me comprometí a hacer algunas gestiones en medios audiovisuales cercanos a la Iglesia y a dedicar una de mis cartas semanales a este tema, tratando de sensibilizar a los cristianos sobre el verdadero viacrucis que muchos de estos enfermos están pasando. Lo hago con muchísimo gusto.
Se trata de enfermedades neurodegenerativas, de desarrollo neurológico o cerebral y no psiquiátricas. Según me explicaron mis visitantes la fibromialgia es un reumatismo muscular, que afecta a la musculatura en general, a los músculos y partes blandas, tendones, ligamentos y tejidos. Sus síntomas son dolor muscular, dolor de cabeza, cansancio, alteraciones del sueño y problemas cognitivos o cerebrales, de memoria y concentración. El síndrome de fatiga crónica está encuadrado dentro del grupo de las enfermedades neurológicas, concretamente asimilada a la encefalomielitis, mialgia postvírica, que consiste en una inflamación del cerebro, la médula y la musculatura en general, provocando fatiga, postración física y mental, que no se alivia con el descanso y produce entre otros síntomas, inflamación de ganglios linfáticos, mialgias, artralgias, cefaleas, alteración del sueño y malestar post-esfuerzo que dura más de 24 horas.
Los enfermos que me visitaron me señalaron como carencias más comunes en el tratamiento de estas enfermedades la tardanza y confusión en el diagnóstico, la problemática de las listas de espera, el peregrinaje asistencial, la falta de una unidad de referencia que proporcione un tratamiento único a los pacientes, la importancia de las actividades formativas al personal sanitario, etc., llegando a la conclusión de que el modelo vigente en nuestra sanidad pública no da una respuesta adecuada a este tipo de pacientes. De todas estas carencias existen numerosas quejas en la oficina del Defensor del Pueblo y de los organismos análogos de las Comunidades Autónomas.
La fibromialgia y el síndrome de fatiga crónica han sido trastornos controvertidos durante años. Esta situación ha generado importantes diferencias de opinión con respecto a la capacidad de trabajo de los enfermos de ambas dolencias y a su derecho a percibir prestaciones de la Seguridad Social. En la actualidad parece un hecho probado y aceptado que ambos síndromes son trastornos auténticos, graves e incapacitantes. Muchos de estos pacientes acaban en sillas de ruedas, postrados en la cama o confinados en casa sin poder salir de la calle.
Junto a la fibromialgia y el síndrome de fatiga crónica, mis visitantes me hablaron también de otra enfermedad emergente llamada síndrome químico múltiple, caracterizada por una pérdida progresiva de la tolerancia de agentes químicos como productos de limpieza, perfumes, disolventes, insecticidas, y gases derivados de los hidrocarburos, que obligan a quienes padecen esta enfermedad a vivir prácticamente en una burbuja, necesitando mascarillas para salir de casa por miedo a los síncopes, desmayos y desvanecimientos.
La consecuencia que se deriva de estas enfermedades es la ruina personal de quienes las padecen. El enfermo aquejado por estas dolencias cambia substancialmente su actitud y forma de relacionarse, tanto dentro como fuera del entorno familiar. Dada la existencia de un dolor continuo en muchas ocasiones cae en la depresión o en la angustia aislándose afectivamente incluso dentro del propio domicilio. Todo ello altera grandemente la vida familiar y afecta negativamente a la vida matrimonial, que en muchas ocasiones termina en la separación.
Estas enfermedades desestructuran en muchos casos la vida laboral y las condiciones económicas de la familia. En los casos más graves se puede perder el trabajo, como efecto del despido por falta de productividad sobrevenida; se pueden perder además la vivienda, por falta de ingresos para pagar la hipoteca, y los ahorros de toda la vida por los gastos sanitarios, quedando la familia por debajo del umbral de la pobreza.
Mis interlocutores me pedían ayuda para que las autoridades sanitarias sitúen estas enfermedades en el mismo nivel que otras enfermedades conocidas. Pedían también que los laboratorios y empresas farmacéuticas inviertan dinero en la investigación para lograr fármacos que alivien o curen estas enfermedades. Me pedían por último que las parroquias no olviden a estos enfermos y que los católicos, junto con otros agentes sociales, en lo que esté de nuestra parte, les ayudemos a normalizar su situación ante la incomprensión e ignorancia que existen hacia las patologías que padecen y sus repercusiones.
No olvidemos que, como escribiera bellamente San Juan de la Cruz, en la noche de la vida nos juzgarán del amor y que el criterio de decisivo de discriminación en aquel momento crucial será, entre otros, nuestros sentimientos de piedad eficaz con los pobres y con los que sufren. Que veamos en ellos el rostro sufriente de Cristo, que les acojamos y visitemos con amor, y que hagamos cuanto podamos por ayudarles.
Para ellos y para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla