Sufrir pérdidas es motivo de lágrimas y exige un proceso de duelo para recomponer nuestra identidad.
Nada más nacer empezamos a morir. Es una manera de contemplar el inequívoco hecho de nuestra dualidad existencial. Vida y muerte como expresión de la radicalidad de nuestro vivir. El eros y el thánatos, la alegría y la tristeza, el caos y el orden, la conservación o el cambio. Por medio, toda una vida. Nunca llegamos a ser porque siempre estamos en movimiento, devenimos imparablemente. Sin embargo, nos agarramos a las cosas y a las personas en un intento de eternizar su existencia y vencer, ilusoriamente, el miedo a la muerte. Es una manera apegada de cerrar los ojos al hecho de que la vida es impermanente, y que, en su tránsito, vamos a perder unos cuantos equipajes.
El camino de la renuncia y la aceptación, forzado por las pérdidas, suele estar adobado de duelos, de dolorosos desgarros del alma cuando se trata de seres queridos, que se llevan también algo de nosotros. Con los que se van, nos vamos en parte. No será suficiente con reconstruirnos, como se suele decir, porque lo que se fue era un vínculo tejido entre dos al menos. La vida nos plantea un reto: asumir las tareas del duelo, como titula su libro la psicoterapeuta Alba Payás. La más importante, sin duda, convertir la destrucción en transformación personal. Ese es el sentido profundo de la experiencia de morir.
De pérdidas y ganancias
Nada nace ni nada perece. La vida es una agregación; la muerte, una separación (Anaxágoras)
Todo lo que amamos, desde las personas hasta aquella estilográfica heredada, junto a toda clase de identificaciones, se convierte en extensiones de nosotros mismos. Aunque pertenecen a la vida, lo sentimos como propio y acaba por constituirnos. Se trata solo de un espejismo. No hay nada que nos pertenezca, más allá de la responsabilidad de ser sus depositarios durante un tiempo. Todo pasa a través nuestro, pero sin posesión. Sin embargo, creemos lo contrario. Al ponerle corazón sellamos afectivamente todo con lo que nos relacionamos. Lo confundimos como nuestro y luego lo sufrimos dolorosamente al perderlo.
La vida puede contarse por sus pérdidas y ganancias, aunque lo extraordinario es la interconexión que existe entre ambas. Limitarse a su contabilidad es como regalar la voluntad al azar. Entender que en la pérdida empieza la ganancia y que en la ganancia empieza la pérdida exige un cambio de visión sobre nuestra responsabilidad existencial.
Las tareas del duelo
La muerte siempre es temprana y no perdona a ninguno (Calderón de la Barca)
Todo está interrelacionado y todo ocurre a la vez, solo que los sentidos ensalzan un extremo y desenfocan al otro. Es por eso por lo que ante las pérdidas escuchamos mensajes del tipo “esta puede ser una nueva posibilidad”. Es una música que tal vez suene fuera de lugar y sin sentido. Mas, en el fondo, es tan real como lo es el sentimiento de impotencia y desesperanza que asoma en ese instante.
Quien esté sufriendo ahora mismo uno de esos azotes de la vida podría perfectamente decir que lo dicho hasta ahora es mera literatura, conceptos abstractos e idealizados, puesto que nadie podrá entender la vivencia de un duelo aterrador: “lo que quiero es que me devuelvan a mi hijo”. Nuestras vidas parten de supuestos o convicciones sobre el funcionamiento del mundo a partir del cual ordenamos nuestro mapa mental: que el mundo es benevolente, ordenado y predecible, que la vida tiene un sentido y fin determinados y que somos capaces y valiosos. Pero cuando nos asola el misterio, el infortunio, la muerte antes de hora, súbitamente ese mundo se derrumba y se pierde el sentido. Se calcula que entre un 8% y un 10% de personas en duelo acaban presentando complicaciones.
Mal adaptados a una cultura de la muerte, a menudo nos mostramos incapaces de identificar y responder al doliente, tanto en el momento de la muerte como en el tiempo posterior, lo que provoca una nueva pérdida.
Nos falla la empatía, o la exageramos ante las expresiones de dolor, demandas y necesidades emocionales de la persona en el duelo. Con la buena intención de quitar sufrimiento o de buscar palabras y razonamientos oportunos, se producen expresiones de invalidación, desautorización, minimizaciones, rechazos, descalificaciones, impaciencia o desinterés.
Complicamos aún más las tareas del duelo, que pasa por diferentes fases, siendo las más difíciles el aturdimiento y choque inicial, así como la evitación y negación posterior. Poco a poco, el duelo dará paso a un proceso de conexión e integración hasta llegar a la etapa de crecimiento y transformación.
Afrontar el duelo
La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene (Jorge Luis Borges)
Tendemos hacia dos tipos de mecanismos de afrontamiento: los orientados hacia la pérdida y los orientados hacia la restauración. Unas personas elaboran la muerte focalizando la atención en la experiencia misma: expresan emociones, añoran, recuerdan y rumian acerca de la persona fallecida. Facilita la elaboración de la pérdida y contribuye a resituar la persona fallecida en la vida de uno mismo. Otras, en cambio, crean estrategias para manejar las situaciones de estrés que tienen lugar como consecuencia directa del duelo, como asumir un cambio de identidad, aprender nuevos roles o reestructurar creencias nucleares acerca de uno mismo en el mundo después de la pérdida. La clave para un buen proceso de duelo es la oscilación que tiene lugar entre estos dos tipos de afrontamiento.
Hay otras maneras de reaccionar ante el dolor de la pérdida: el predominio de respuestas somático-sensoriales (agitación, temblor, sudoración) o respuestas emocionales (enfado, tristeza, sentirse culpable o buscar un culpable) o respuestas cognitivas (racionalizar, rumiar obsesivamente, subliminar la experiencia) o predominio de reacciones conductuales (mantenerse ocupado, ir deprisa, actividades de alto riesgo). Ante tales respuestas, incluso a veces los terapeutas caemos en la trampa de pretender eliminar esos síntomas, sin darnos cuenta de que el afrontamiento efectivo no es necesariamente aquel que mitiga la sintomatología, sino aquel que se revela eficaz en la promoción de la vivencia del duelo como proceso de desarrollo.
Cuentan las mentes sabias que nos pasamos el último tramo de nuestra vida haciendo un honroso ejercicio de desapego de todo. Entre los varapalos sufridos, la perspectiva de un tiempo limitado y un conocimiento más profundo del ser humano, todo invita a ir quedándose en paz, con uno mismo, con los demás y con la existencia tal como ha sido. Por eso, algunas tradiciones espirituales contemplan el deseo de haber llegado a morir antes de que llegue la muerte. Probablemente sea una de las pocas maneras en que las pérdidas puedan elaborarse con serenidad. La misma que necesitamos ante el propio hecho de contemplar la muerte como un proceso propio de la vida. No puede existir lo uno sin lo otro.
NECESIDADES RELACIONALES BÁSICAS DE LAS PERSONAS EN DUELO:
1. Ser escuchadas y creídas en toda su historia de pérdida.
2. Ser protegidas y tener permiso para expresar emociones.
3. Ser validadas en la forma de afrontar el duelo.
4. Estar en una relación de apoyo desde la reciprocidad.
5. Definirse en la forma individual y única de vivir el duelo.
6. Sentir que su experiencia de duelo tiene un impacto en el otro.
7. Estar en una relación donde el otro tome la iniciativa.
8. Poder expresar amor y vulnerabilidad.