Al síndrome se le conocen factores de riesgo genéticos, ambientales y virales | La mayoría de los enfermos son mujeres jóvenes y especialmente activas
Dejar de estudiar a los 17 cuando eres un tipo brillante en el colegio; dejar de caminar tranquilo, como sin darse cuenta, porque ahora todo duele; dejar de dormir a gusto, nunca más llegar a estados profundos, porque el sistema nervioso está alterado en esa (y otras) funciones; dejar la vida urbana, las calles, el ordenador, porque el ruido y la invisible contaminación electromagnética de una ciudad llena de wi-fis resulta insoportable.
Es el cuadro de un joven diagnosticado de síndrome de fatiga crónica al que se ha ido sumando una fibromialgia en grado severo y sensibilidad química múltiple. Y con toda esa gravedad, con todo ese sufrimiento, apenas hay pruebas que le amparen. “Es un síndrome perfectamente descrito en los índices internacionales”, recuerda el experto del Clínic Joaquín Fernández Solà. “Pero aún hay médicos que ni se lo creen”, explican fuentes de Acció Social i Ciutadania, los responsables de evaluar cuál es la disminución para llevar una vida normal que causa la enfermedad en el afectado.
Esa aparente subjetividad de los síntomas, ese escepticismo de algunos médicos, sumado a una normativa de 1999 que no incluye ni la fibromialgia, ni el síndrome de fatiga crónica ni, por poner otro ejemplo, el síndrome de Asperger (un trastorno del espectro autista) en el catálogo de enfermedades que causan disminución y derecho a prestaciones, añade un dolor inaceptable a esos inacabables dolores: el no reconocimiento.
Es difícil hacerse una idea de la rebelión que ha provocado esa falta de reconocimiento en el padre de un afectado y que le ha llevado a escribir cartas a La Vanguardia, pedir entrevistas a conselleres o demandar judicialmente a los servicios públicos. Su hijo tiene un terrible diagnóstico, “pero cuando le evalúan, inventan otro, dicen que tiene otra cosa porque su enfermedad no está en la lista, en los baremos. ¿No se dan cuenta del daño que hace eso?”, alega el psicólogo Josep Carbonell.
La falta de causa objetiva conocida convierte en una magnífica noticia para los afectados la posibilidad de que un virus hasta ahora de ratones puede llegar a ser la causa de sus males. Algo concreto, visible, aceptable. De hecho, esta semana se ha celebrado en Estados Unidos una reunión de expertos en virología de todo el mundo para aclarar la certeza ?y el método para determinarla? de esta relación entre el retrovirus XRMV y el síndrome de fatiga crónica.
Los virus son una parte importante del escenario de esta enfermedad. Pero no saben si para desencadenarla, causarla o como consecuencia de ella. ¿Esa es la clave, un virus? “Hay que ver si tiene relevancia”, apunta el doctor Fernández Solà. “Hay otros treinta virus que están más presentes en quienes tienen síndrome de fatiga crónica que en la población en general, pero no se les puede adjudicar una relación causal. Lo importante es la carga viral que tiene el paciente”.
Porque, entre los múltiples síntomas que padecen estos enfermos, una gran parte de ellos son víricos, “como una gripe sin fin”. Incluso se ha debatido acerca de la necesidad de que los bancos de sangre detecten en los donantes la presencia de ese virus ahora investigado como se hace con la hepatitis, el sida y otros.
hepatitis, el sida y otros. “Nosotros estamos convencidos de que en el caso de nuestro hijo hay una estrecha relación con el mercurio”, explica Carbonell. “En un test que mide el contenido de metales, mi hijo dio 8,3 en mercurio cuando lo normal es de 1 a 3”. Según un informe genético que le practicaron, “no puede eliminar los metales pesados y lo asociamos a una larga medicación que contiene mercurio que le dieron de pequeño por unas anginas recurrentes. También hay mercurio en las amalgamas dentales de antes y en el pescado que comemos. Esa podría ser nuestra puerta de entrada al síndrome”.
Los tóxicos son uno de los factores de riesgo de aparición de la enfermedad: a través de insecticidas, de hidrocarburos, de contacto más directos con esos metales pesados como el mercurio. Un contacto constante y en dosis bajas”, explica el experto del Clínic. También las radiaciones. “Estamos estudiando factores electromagnéticos como las redes wi-fi”.
“Logramos con intervenciones multidisciplinares cierta mejora. Por ejemplo, con actividad física suave, con cambios en el estilo de vida, con tratamiento sintomático, pero sólo logramos un impacto del 20%, y la mayoría empeora. Hoy no conseguimos curarla”, reconoce el médico.
“Hemos probado todo lo imaginable, algunas cosas muy dolorosas, otras muy caras”, cuenta Josep Carbonell. También el método que ayudó al director de orquesta Pablo González, “pero a mi hijo sólo le sirvió para mejorar su inglés”.
Para él ahora su mejor momento está siempre relacionado con la música. Toca la guitarra. Y piensa en alejarse de la vida insoportable llena de ruidos, olores, ondas que le alteran y duelen y llena de cosas que no puede disfrutar. Quizá la montaña. Y sus padres con él. Carbonell cuenta que parte de la incomprensión que rodea la vida de su hijo es que “no da el perfil”. Él debutó adolescente y es un chico. Y el patrón más frecuente es una mujer (quince veces más) entre los 30 y los 40 años. Mujeres muy activas y muy echadas palante, habituales del sobreesfuerzo y con mucho orgullo profesional. Pero lamentablemente jóvenes, demasiado incluso para cobrar una pensión por su incapacidad laboral definitiva. “Muchos casos acaban sin reconocimiento porque no han tenido tiempo de cotizar el mínimo para ello”, reconocen fuentes del ICAM (el Institut Català d’Avaluacions Mèdiques).
Unas 25.000 personas en Catalunya padecen este síndrome. “Todos los países cercanos están buscando cómo encajar esto. Resulta inasumible para las aseguradoras”, admite el médico.