Catorce años. De los de antes. De los de hace casi tres décadas. El comienzo de la adolescencia que es el comienzo de todo. Entonces. Ahora. Y ahí comenzó todo.
Una noche de marzo. Aquella noche. La noche. Cena en familia. Como cada cena. Como cada familia. A mí no me eches patatas fritas, mamá. La cara de mi madre que presiente la hecatombe. Enfermera de UVI y obsesiva de la salud. Y vigilante. Y adivina. Y madre. Sobre todo, madre. Y, ¿por qué no quieres patatas? Ceño fruncido. Sospecha. Estupor. Terror. Porque no tengo hambre. Miento. Disimulo. Lo intento. No cuela. Ding Dong. El peligro llama a la puerta de esta casa. Santa casa. Con pocos problemas. Con muchos cariños. Te las comes como los demás. Primera lucha de titanes. De muchas. De infinitas. De duras. De encarnizadas. Dos titanes. Mi madre y yo. O mi enfermedad. Más titán que nadie.
Unas horas antes. La misma mañana de marzo. Cansada. Harta. Desesperada. Dolida. De tanta burla. De tanto odio. De tanta intolerancia. De tanta indefensión. Voy a adelgazar hasta tener el cuerpo perfecto. Si no tengo la voz perfecta, tendré el cuerpo perfecto. Y si ellas y ellos miran mi cuerpo antes que mi voz, entonces sí, podré sobrevivir. Pienso. Y no lo cuento. Solo Imagino. Sueño. Planeo. Aún recuerdo aquel pensamiento. El lugar. El momento. El objetivo. Mi decisión. Mi determinación. Mi compromiso. ¿Conmigo? ¿Con el resto que me acosa y me derriba? ¿Con esta diferencia mía que ahora es un problema? Entonces un pensamiento. Ahora un recuerdo. Recuerdo perfectamente ese instante. Y hoy lo saco a la fuerza del cajón de los desastres de mi vida. Y lo hago palpable, visible, moldeable. Como él me moldeó entonces a mí. Entonces. Hasta ahora.
Yo, que amaba comer. Comiendo de más, ocupándome de menos, preocupándome de nada. Con cinco o seis kilos por encima del peso correcto para mi edad. Para mi estatura. Para mi mente. Ligero sobrepeso infantil, decían. Lo normal. El saludable cuerpo de niña que espera hacerse mujer para estirar y hacerse grande. A lo largo y no a lo ancho. Menos ancho de lo normal para mi abuela, que peleaba con mi madre sobre lo que esta niña tiene que comer, que está creciendo y el chocolate da energía. Y hasta ahí todo bien. Otra vez lo normal. Mi madre, mi salud. Mi abuela, mis caprichos. Hasta que llevé la salud al extremo y los caprichos al entierro. Poco a poco. Día a día. Batalla a batalla. Desayuno-comida-cena. En Familia. Sin amigos.
Mi vida reducida a un plato de comida. Y a un espejo. Y a mentir. Y a dañar. Mirarme. Mentirme. Dañarme. Y a dividir. A mi familia. A mis amigos. A mi mundo. A mí misma. Y la división abre una brecha por la que se escapa mi vida. Y solo quiero escapar de esto. Escapar de la diferencia. Escapar del aislamiento. Escapar de la obsesión. Escapar del miedo. Escapar de mí. Porque se me escapa de las manos. De la mente. De la carne. Y mi mente se dispara. Y mi carne se evapora. Y mis manos ya no saben cómo parar esto. Necesito otras manos. Y no las pido. No me conozco. Y no me reconocen. Yo ya sé lo que hago. Y tú no sabes nada. Que me dejes, te digo. Y aquí se hace lo que yo digo.
Y así se hizo. Y así buscamos ayuda. Y así me fui curando. Y así lo estoy contando. Porque puedo. Porque quiero. Porque espero. Que tú también pidas ayuda. Que tú también te cures. Que tú también sepas que, si hoy cuentas con quien te quiere, mañana querrás contarlo tú.
Ainara.