Hace unos días me reencontré con una amiga que hacía tiempo que no veía. Mantuvimos una larga conversación, muy agradable, de esas que te hacen perder la noción del tiempo y ponen frío el café. Una de las cosas de que hablamos fue mi estado de ánimo, mi actitud actual ante la vida. Me dijo que me veía cambiada, tranquila, como vibrando a otro ritmo.
Hoy me he pasado el día cargando con la sensación de que he fallado en algo, de que no soy como debería ser. Ha ido haciéndose hueco entre mis pensamientos, vaciando mis conversaciones con los demás y plagando de dudas mi determinación hasta convertirse en un sentimiento de inferioridad realmente desagradable: que si deberías ser menos ingenua, que si eres demasiado idealista para este mundo, que si nadie te verá como una mujer “hecha y derecha”…
Escribiendo estas líneas me doy cuenta de lo delgada que es la línea (si es que la hay) entre la paz interior y el conflicto con uno mismo, entre la auto-aceptación y la impotencia. Al final, borrando todo lo demás, está Clara. La misma Clara de siempre. La que no cambia (por mucho que la cabeza se empeñe) en cuestión de 24 horas.
Me sorprendo teniendo que recordarme una vez más que los días que me parecen de oro son sólo un buen día; igual que los que parecen advertir del fin del mundo en realidad sólo traen una ligera tormenta. Que no voy a levantarme todas las mañanas con una sonrisa en el rostro y la convicción de que soy maravillosa, pero tampoco con el deseo de desaparecer de la faz de la Tierra. La anorexia invita a caer en los extremos, o eres todo, o eres nada. En un ejercicio de soberbia, me voy a permitir corregirla: ni eres todo, ni eres nada. Eres, ni más ni menos, Clara.
“El vaso no está medio lleno, ni medio vacío. El vaso es, simplemente, un vaso. Su contenido cambia continuamente con tu percepción”
Proverbio nepalí
Clara (por si quedaban dudas)