Rotundamente, sin matices, merece la pena recordarlo. Hoy aspiro a cargaros las pilas durante otro ratito, a servir de impulso, humilde pero espero certero, para la lucha. Y es que cada día que paso sin ella es un regalo que debería pararme a valorar más a menudo. Aunque ese día el espejo y yo no nos pongamos de acuerdo, no encuentre forma de concentrarme o meta la pata constantemente con los que me rodean… su ausencia se nota, vaya que si se nota.
Cuando lloro, si lloro (y sucede con frecuencia), lo hago con la tranquilidad y el arrebato de quien se siente en casa. Lloro para mí, porque me sana o porque lo necesito, o quizá porque ante cierta situación aún no he aprendido a no hacerlo (o ni siquiera me apetece). De igual modo, río para mí. Río porque me siento viva y la vida me sorprende, ante las situaciones más inverosímiles y, a veces, porque no se me ocurre qué otra cosa hacer para salir del paso. Cuando dudo, también lo hago para mí. Bien porque me preocupa el futuro, mi futuro o el de aquéllos a los que quiero; bien porque a veces el camino no es fácil (o no lo hay) y discurre por terreno resbaladizo. Y me tambaleo, bailo… me sirvo una copa de vino y doy abrazos por doquier, mogollón de abrazos… Y me cuestiono, me exijo (hay cosas que nunca cambian), pero lo hago todo para mí. Yo, yo, yo.
Yo, yo, yo.
Y cuanto más me dedico más ganas tengo de descubrirme, de doblar todas mis esquinas. Lo que bajo su influjo percibía como arrogancia intolerable se ha convertido en pacífica complacencia. Y en la convicción de que cada día sin ella es una victoria, otro partido que gano yo.
Rétala todos los días, observa bien sus movimientos y enseguida te darás cuenta de las estrategias que utiliza. Como los malos jugadores, ella no gana por excepcional, sino a costa de la debilidad de su adversario. Hazte fuerte y no le des el gusto.
Porque cada día sin ella, os lo aseguro, es una victoria.
Clara