Pues eso, que me gusta estar sola.
Me gusta levantarme y disfrutar del desayuno, mirar por la ventana y agradecer que tengo por delante un día nuevo, todo para mí. Prepararme para ir al trabajo, o a clase, o quedarme en pijama porque no tengo nada que hacer. Me gusta especialmente la Clara que va en calcetines, de esos que hacen pelotillas, porque es muy auténtica.
La Clara que se ríe de todo también está muy bien. Y la que está tristona, de esa se aprende mucho. Hay una que siempre está pensando en sus cosas, y otra dedicada a los demás. Me gusta compartir tiempo con todas ellas, llegar a casa después de un día cualquiera y comprobar que me caen igual de bien que el día anterior. Que estoy la mar de a gusto con ellas.
Me gustan todas por igual.
Es cuestión de perspectiva.
Hace no tanto, odiaba estar sola. Buscaba cualquier excusa para rodearme de gente, saturar mi cabeza y esquivar esa gran molestia llamada “yo”. Me asustaba la Clara satisfecha (no entendía sus motivos), la egoísta (imperdonable), la que disfrutaba delante de la comida (cómo se atreve), la que mentía (qué mala gente) y la que no lo hacía (siempre estará sola).
Me asustaban todas por igual.
Pero es que me equivocaba, no estaba sola. Era ella, que no me dejaba apreciar mi compañía. Como un novio celoso, me quería toda, sin reservas. Llegó a convencerme de que Clara era una molestia, alguien a quien no mecería la pena prestar atención. Ahora lo entiendo: se sentía amenazada. Y no es para menos. La verdad es que Clara me gusta mucho.
Perdona, Clara, ya estoy aquí. Te he echado de menos. Más vale tarde que nunca, ¿no?