Auxilio…una de las cosas más difíciles de pedir y más necesarias. ¿Por qué al ser humano le cuesta tanto pedir ayuda a los demás? Quizá porque se siente débil e incapaz si lo hace, porque lo asimila a reconocer que no puede levantarse contra los problemas que le depara la vida, y eso le hace sentir avergonzado y cobarde. Así me pasaba a mí, al menos al principio. Me recuerdo defendiendo ante mi madre la idea de que no quería embarcarme en un tratamiento, a pesar de ser plenamente consciente de lo mucho que lo necesitaba: “no, no, ésta es mi vida nueva y no quiero que nada la estropee, y eso, sin duda, la va a estropear”. Cuán equivocada estaba.
Efectivamente, comenzaba una etapa lejos de mi familia, en una nueva ciudad (que, por otra parte, me tiene enamorada): si lo pienso ahora, ¿qué mejor momento para hacer “borrón y cuenta nueva”? De todas formas, mis pensamientos andaban por derroteros muy diferentes en aquel entonces, así que hice caso omiso y me lancé a la aventura. Y, claro, no pude deshacerme del equipaje. Cada rincón que descubría, cada persona que me intrigaba, cada cosa nueva que aprendía la veía tras un incómodo velo que yo misma había decidido no quitar. ¿Por qué? ¿Porque me duele pensar que he terminado aquí? Más me duele lo otro, mucho más.
Quien se declara en huelga se abstiene de realizar determinadas actividades y conductas que normalmente realiza. Esto es, protesta contra aquello que considera que es injusto para su persona, y que le impide desarrollarse. Siempre me ha dado fuerza pensar que eso fue lo que hice yo: quejarme, quejarme de la parte de mí misma que me hacía la vida imposible. Al principio el impulso vino de mi madre, pero también de la que en la época era una de mis mejores amigas. Empecé a plantearme que mi trastorno era injusto, me imponía unas condiciones bajo las cuales no quería vivir, que me hacían infeliz… Y yo sola no podía con él, porque se alojaba dentro de mí. ¿Cómo se declara uno en huelga de sí mismo? Bien, necesita algo que le guíe, que le recuerde qué cosas propias son valiosas y dignas de conservar, y cuáles no le pertenecen y deben ser desterradas. En definitiva, necesita ayuda. Eso, en esencia (y cómo no, muy resumidamente) es lo que el tratamiento significa.
Cada vez es más difícil (cada vez ahondas más), pero también más gratificante. Al principio estaba asustada y las metas eran más pequeñas: dar un paso grande parecía perder el control, lo cual todavía me producía pavor. El salto de confianza que exige un tratamiento sincero me parecía un abismo: ¿Cómo voy a pasar del aislamiento mental total a compartir los miedos que me pasan por la cabeza? ¿Cómo voy a ceder el control a otra persona? ¿Qué van a pensar de mí? ¿Qué me queda entonces? Eran algunas de las preguntas que tenía que dejar atrás cada día si quería atravesar la puerta del Hospital de Día. Allí no vale entrar con la anorexia de la mano. Se queda fuera, en el rellano, para esperarte y recordarte a la salida que sigue allí no importa lo que hagas. Eso es lo que quiere que creas, pero claro que tiene importancia: poner en práctica los consejos de las terapeutas, retomar pasados hábitos saludables, pensar en la fortaleza de tus compañeras (amigas, es más) y recordarte las veces que haga falta por qué estás donde estás. Y paciencia. Mucha paciencia. Es inevitable perder la esperanza, querer tirar la toalla de vez en cuando. Nadie dijo que fuera fácil, pero desde luego es más fácil: llega un día en que bajas las escaleras y sales a la calle, te da el aire en la cara y respiras, ya nadie te acompaña a casa. La soledad nunca ha sido tan maravillosa.
Clara