Hay cosas de la adolescencia que aún no se han dan conversaciones en grupo y redes sociales en la otra– y las modernidades, para bien y para mal, de hoy en día. Observo a mi sobrina con la misma edad recién cumplida que yo tenía cuando comencé a jugar a las modelos para acabar hundiéndome en un TCA. Y me pregunto qué habría pasado si hubiera sido realmente una adolescente de 14 años como ella, con sus ganas de salir, conocer, descubrir. También de rebelarse y ser más lista que nadie. Ansias de vivir y de construirse su propia personalidad, la excuso yo.
Hago una lista: ‘Cosas de adolescente que no hice en mi adolescencia’, sabiendo que los tiempos han cambiado y que hay algunas de esas cosas que, más que no hacerlas, ni siquiera podía imaginarlas. Empieza así:
El primer amor, ese llamado “de los 15”. Ni siquiera tenía capacidad para intuir qué era eso del amor. Tampoco tenía con quién porque no salía de casa. Me salva que aún siendo adulta, a veces vivo el amor, siempre por primera vez, como aquella quinceañera que nunca fui.
Merendar en un McDonalds, un helado en verano y unas patatas fritas en invierno. Con refresco incluido. Muchos años antes de apostar por una alimentación sana, o realfood, que llaman ahora.
Pasear por el casco viejo de mi pequeña ciudad haciéndome fotos con mis amigas con caras y posturas imposibles. Y esperar ansiosa al día del revelado. Hoy las caras son tan maduras como naturales y las fotos, inmediatas.
Hacer una quedada cada sábado por la tarde en casa de alguna amiga para intercambiarnos ropa y vestirnos para salir… a dar el paseo por el casco viejo. Así de simple. Y emocionante. Ahora la emoción llega cuando nos vemos, por fin, después de semanas.
Levantarme de la toalla y correr al agua de la piscina en biquini, cruzando medio recinto con la alegría y la libertad que da la indiferencia. Hacia la mirada ajena, hacia el mundo entero. Tuve que esperar a cruzar la arena de la playa dando saltitos acá en el Mediterráneo.
Compartir con el grupo una pizza recién llegada de la pizzería más cercana. No disfruté de un buen mordisco –con la atención puesta en la animada conversación y las risas, y no en las calorías– hasta pasados los veinte.
Disfrutar del ambiente relajado y confiado en la comida familiar de cada domingo. Ahora es uno de los momentos más ricos y satisfactorios de cada visita a casa de mis padres.
Acompañar a mi madre a hacer la compra del mes eligiendo dulces caprichos y no una crema anti-todo lo natural en un cuerpo ultradelgado de piel tersa, propio de una adolescente. Ayer fui al supermercado y medio carro era un por-si-acaso me pongo caprichosa.
Colgar por las paredes de mi habitación posters de la Superpop o un mapa del mundo y no modelos sifilíticas desfilando temblorosas por una pasarela. Resulta que ahora, no solo desconozco sus nombres, sino que vivo totalmente ajena –y serena– a las modas.
Esperar las fechas navideñas con la ilusión de la niña despreocupada y risueña que había sido y no como continuas celebraciones a la mesa convertidas en una tortura ante los abundantes y exquisitos platos preparados por mi madre. Hoy es una de mis épocas preferidas del año, precisamente por eso.
Podría continuar la lista indefinidamente y la conclusión sería la misma: 7 años de mi vida, toda mi adolescencia, evaporados al mismo ritmo veloz e imparable que la pérdida de kilos –de autoestima, alegría, libertad, personalidad, carácter, ganas de vivir. Es por ello que siempre llego 7 años tarde a todo, lo tengo asumido. Como también tengo claro que prefiero llegar tarde y disfrutar plenamente de las cosas más sencillas –el amor, la navidad, una pizza, un baño en el mar, un paseo, un helado– que no llegar.
Porque en realidad lo más emocionante de la vida es vivirla.
Ainara