Ante la desesperada mirada de mi abuela, cada mañana, en el pequeño pueblo de aquellos veranos, me subía a mi bicicleta sin siquiera desayunar con la firme determinación de rodar y rodar. Y comerme, veloz y ferozmente, esas carreteras infinitas de la Castilla profunda que, bajo el sol de agosto, se volvían más infernales a medida que se acercaba el mediodía.
Algunos días, una buena amiga que todavía hoy, veintitantos años después, sigue siendo buena y aún más amiga, me acompañaba jadeante varios metros por detrás, gritándome que más despacio, que dónde vas tan lejos, que yo no puedo más, que yo me paro, que te espero aquí, que me recoges al volver. Que yo hago esto por diversión. Y lo tuyo es una obsesión.
Y yo que vale. Que yo no paro, que este es mi reto, que es mi propósito, el único de hoy. Porque no es divertido, no, es obsesivo. Tienes razón. Pero yo sigo pedaleando, que si me paro no pierdo tanto. Calorías, cabeza y carne. Que perdía la cabeza por seguir perdiendo peso, sin saber que perdía también la adolescencia, las experiencias y la voluntad.
Un voluntad férrea, irracional e inconsciente por adelgazar que amargaba los días y las noches a mi abuela. Porque ya se sabe como es una abuela. Que no has comido nada, si ni has probado las tostadas y otra vez te vas a rodar, cuándo vas a parar, se lo voy a decir a tu mamá y ya verás. Y déjame que he quedado, que me están esperando, que ya comeré algo en el mercado.
Mis días de cada verano, el siguiente igual al anterior, siete en total. Qué largos aquellos, qué cortos hoy. Largos los kilómetros, los despropósitos y los sinrazón. Sin sentido, sin descanso y sin pasión. Porque no recuerdo la pasión. La de ser joven y la de estar viva. Porque solo vivía a medias, quedándome al final con medio cuerpo y entera desazón. Al final del verano, de la juventud y de la vida.
Y esa era mi vida. En cualquier estación. Una detrás de otra. Pero el verano era lo mejor. Cambiando los gritos de mi madre por los llantos de mi abuela. Lágrimas de preocupación, de tensión y de desolación. Y a mí no me quedaba compasión. Si ni siquiera la tenía para mí. Pero ahora sí, ahora me doy cuenta de que hay que tener cierta compasión. Por una misma, por la eterna imperfección.
Porque de eso iba aquello. En verano y en invierno. De ser perfecta. Un denominador común en esta enfermedad. La búsqueda de la perfección. Correr detrás de un imposible desgastando la suela de tus zapatillas y la paciencia a tu alrededor. Ahogando el hambre con litros de agua y callando los gritos de tu interior con una velocidad aún mayor.
Y es que querer ser perfecta no es un juego ni un desafío ni un objetivo. Es, paradójicamente, una imperfección. Ser perfecta es dejar de ser humana, real, auténtica. Dejar de ser yo. Y hoy, superados aquellos años crueles, aquellas duras carreras y las competiciones con aquella otra vida, amo mi imperfección. Y lo digo de corazón. Porque solo él me permitió recuperar la pasión y el amor. El amor por mí misma, tal y como soy.
Ainara