Dice Milena Busquets en su artículo ‘Las mejores madres del mundo’ que ser madre “en realidad no es tan difícil: solo consiste en querer, en amar, y amar solo consiste en estar atento al otro y en respetarlo.” Esto me recordó a una frase del poeta italiano Dante Alighieri que intento llevar por bandera allá donde amo: “Hay un secreto para vivir feliz con la persona amada: no pretender modificarla.” Y entonces sospecho que, a estas alturas de la humanidad, después de miles de canciones, películas y literatura hablando de amor –o, precisamente por todo lo que estas nos han cantado y contado–, no tenemos ni idea de amar. Mucho menos de amarnos.
Se dice que el primer amor es el que nunca olvidas, el que recuerdas con más cariño, el que te deja un poso de nostalgia para siempre. He dejado de pensar así desde que soy consciente –no hace mucho– de que el amor por una misma debería ser el primero, y suele ser el primero que olvidamos. También dicen que ese primer amor suele descubrirse en la adolescencia. En mi caso, mi “primer amor” y yo nos encontramos en la post adolescencia, ese período que va desde el fin de la rebeldía, la melancolía y el “yo sé más que tú, mamá” hasta que aprendemos –generalmente, tras desamores y fracasos vitales varios– a amarnos a nosotras mismas. Cada cuál sabrá cuánto le duró o si aún está en pleno aprendizaje.
Decía que me enamoré –el llamado enamoramiento romántico– por primera vez a los 22 años, una vez superada la adolescencia, esos años en los que me amé y me respeté menos que nunca y traté de modificarme para siempre. Esos años en los que no vivía feliz conmigo misma ni con las personas amadas. Y ahora pienso que la vida me concedió el generoso don de amar a otra persona solo cuando comencé a amarme a mí. Solo cuando dejé de boicotear mi diferencia intentando ser una igual, una como las demás –con toda la lucha inútil que eso conlleva siempre. Cuando dejé de faltarme al respeto tratando de cambiarme. Cuando dejé de despreciarme y despreciar la ayuda y el amor que me brindaban.
Dicen las que son madres, entre ellas Milena, que no hay amor más incondicional, indestructible, inevitable y absoluto que el que se siente por un hijo. No puedo contradecir a tantas (amorosas) madres, principalmente porque yo no lo soy ni lo seré, con lo que no me siento capaz de prometer amor eterno –prometo que te amo hoy, pero no sé si te amaré mañana. Y teniendo en cuenta lo que mi madre ha hecho y sigue haciendo por mí, no puedo más que creérmelo a pies juntillas. Ahora la cuestión es ¿por qué no sentimos ese amor tan categórico e ilimitado por nosotras mismas? ¿Por qué no nos enamoramos perdidamente de nosotras como hacemos de nuestros hijos y, a veces, las veces más locas, de nuestras parejas? ¿Por qué lo llaman amor ciego cuando para amar, amar bien, se necesita ver con claridad todas las luces y las sombras de la persona amada?
Como decía, es ahora, haciéndome estas preguntas cuyas respuestas suponen el broche de oro de esa etapa tan humana como imprescindible que es la post adolescencia, cuando me doy cuenta de que el primer –y último, quizá único– gran amor, el que nunca debes olvidar, el que has de recordar con más cariño y menos nostalgia, eres tú misma. Que estés en la etapa que estés, vivas con quien vivas y te enamores de quien te enamores, lo más importante es amarte. Aceptándote, respetándote y estando atenta a tus necesidades y deseos. Porque solo así, con dedicación, compasión y tolerancia hacia ti, podrás amar y vivir feliz con la persona amada, empezando por ti. Sin pretender modificarte, sin pretender modificarla.
Ainara