Aprovecho este post para sacar a colación un tema que me viene rondando la mente desde hace tiempo, pero siempre queda relegado para “más tarde” o “si eso, la próxima semana”. Y es que me resulta incómodo. Se me hace un nudo en el estómago, que mezcla el miedo al qué pensarán (un viejo conocido) y otro, más profundo, a reconocerme fuerte, tranquila, sana. Resulta curioso, ¿verdad? Que a veces dé más miedo construirse una imagen positiva y poderosa de una, que cueste más mantenerle la mirada… Supongo que es porque entonces una sabe que ésa es la imagen que vale la pena, y le asusta perderla, de repente. Después de tanta autocompasión, ¿cómo voy a ser yo esa? No me siento identificada en absoluto… ¿Cómo voy a decirle al resto que me siento así?
Bueno, pues eso me pasa. Y me pasa, en concreto y a menudo, haciendo deporte. Os explico, ya que por fin me he lanzado. Siempre me ha encantado el deporte, desde pequeña, he sido una de esas niñas terremoto que andan por ahí con las manos llenas de tiritas, las rodillas cubiertas de mugre y que han probado la gimnasia rítmica, el hockey en patines, la hípica… Mi afición fue una de las muchas cosas que la anorexia se llevó por delante, sin ninguna contemplación, cuando irrumpió en mi vida sin ni siquiera darme tiempo de mirar por la mirilla (qué tramposa). Se convirtió en un suplicio, en una herramienta a su servicio, que ya no servía para restar ansiedad sino para dar cuerda a un círculo cada vez más vicioso.
El inicio del tratamiento supuso, naturalmente, la absoluta prohibición de hacer deporte. “Hasta que tu mente sea capaz de disfrutarlo, Clara, otra vez”. Poco a poco, lo fue. Recuerdo volver a la piscina después de mucho tiempo sin hacer un largo, temerosa de no ser capaz de pensar nada más que en calorías, en sacrificio, en la resabida redención absurda que nunca encontramos. Progresivamente, la reconciliación fue ganando terreno a la neurosis. Muy progresivamente, claro, en paralelo a todo lo demás. La frustración y la angustia cedieron paso a la rabia, primero anárquica pero, poco a poco, canalizada: empezó, precisamente durante el tratamiento (y gracias a él, por qué no), mi interés por los deportes de contacto. Y no he parado hasta ahora.
A lo que iba, y volviendo al inicio, que me encanta hacer deporte y lo disfruto. Me hace sentir libre, me hace sentir fuerte y sí, me hace sentir guapa. ¿Por qué me gusta? Porque soy competitiva por naturaleza, especialmente conmigo misma. Porque me gusta aprender, probar cosas nuevas… Pero también, y afirmar esto es muy importante para mí, porque me gusta cuidarme. Me gusta sentirme a gusto en mi cuerpo y verme atractiva y fuerte, ágil, y el deporte contribuye a esa sensación. Me da confianza, me llena de vida. Y no pienso pedir perdón por eso. Ya sé que, probablemente, nadie piensa que deba hacerlo, pero yo sí lo pienso. Es una especie de herencia del TCA, y no la quiero. No pienso renunciar a ese derecho que tanto tiempo me costó reconquistar. Tengo derecho a querer sentirme guapa, todos los días y cuando me dé la gana, igual que a renunciar a hacerlo. Mi anorexia se atribuyó la jurisdicción sobre él durante un tiempo, pero la titular soy yo. Y lo he recuperado. Así que ya vale de tener miedo a decir que nos sentimos bien, que somos estupendas, que nos gusta la vida y que vamos a lanzarnos a ella de cabeza.
Clara