QUERERSE.

Mi forma de ver el mundo, de habitarlo, cambia con los años, con las relaciones y con las experiencias. También con las certezas, afirmaciones que escucho o leo en algún lugar, en algún momento, que se me quedan grabadas y que luego, a través de mis vivencias, hago mías, hago ciertas. Dos de esas afirmaciones permanecen en mi cabeza y en mi camino como dos mantras, conviviendo una con la otra dentro de mí:

  1. Las personas no te ven como tú eres, sino como ellas son.  
  2. Solo existen dos miedos reales, originarios: el miedo a caer y el miedo a un sonido fuerte. El resto de miedos, los que todas y todos tenemos, no son naturales, sino construidos por las personas. 

Muchos de nuestros miedos se cuelan a través de nuestras heridas, desde fuera, desde una sociedad que se retroalimenta del miedo, y se adhieren a nuestras entrañas. Heridas primigenias que no llegan a cicatrizar porque el miedo las abre una y otra vez. Siempre pensé que mi miedo más íntimo y profundo, el miedo al rechazo, era real. Ni siquiera me planteé que lo había ido edificando yo misma a partir de las piedras que los demás arrojaban. Ahora me doy cuenta de que los demás también tienen miedos, miedos que duelen, que molestan, que no quieren y que acaban expulsando al mundo para que no se acumulen. El truco está en comprenderlos, aceptarlos y en ir esquivándolos. Y la única manera de evitarlos, de que no nos abran la herida de nuevo, es curarla desde dentro. La única opción es quererse, aunque tengamos miedo. Y querer también a nuestros miedos. Porque son parte de nosotras, y son parte de este mundo que habitamos que también es nuestro.

El pasado fin de semana tuve la visita de una pareja y su hija de 16 meses en mi casa. La niña se abalanzaba por unas escaleras empinadas, corría y saltaba entre muebles de esquinas puntiagudas, se agachaba a tocar los enchufes, se lanzaba al agua de la piscina. No tenía miedo. Ni siquiera a caerse, ni a los ruidos fuertes. Aún no habita el mundo. El nuestro. Sigue en el suyo, el auténtico, el puro. La envidié por eso. Y porque se miraba en el espejo y gritaba de alegría, veía su reflejo y solo reía. Tampoco tenía miedo de sí misma, de verse.

Quiero volver a ser esa niña que no tenía miedo. Quiero volver a tirarme a la piscina. Quiero volver a mirarme en el espejo y reírme, disfrutar de verme. De estar. En un mundo sin miedo, ni los míos ni los otros. Quiero volver a quererme solo por el hecho de ser. Porque quererse es la única opción. Aunque sea la última. Para volver a ser auténtica.

 

Ainara

 

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