ENREDADAS

Leo reportajes y entrevistas sobre la influencia que tienen hoy las redes sociales sobre las y los adolescentes. Si bien es cierto que esta generación digital cuenta hoy con innumerables ventajas que yo ni siquiera imaginaba –me educaron en la creencia de que el uso de la calculadora era un mal vicio, no digo más–, también tiene graves consecuencias sobre el equilibrio emocional y la salud mental de la juventud. Si ya es difícil la adolescencia, ahora y entonces, con su necesidad de pertenencia a un grupo, de valoración y reconocimiento por parte del resto, el gran impacto de imágenes y comentarios tan accesibles en las redes sociales torna esta etapa mucho más complicada de atravesar saliendo con la autoestima intacta.

 

Pienso en mí en aquellos años y no quisiera volver a vivirlos ahora. Pienso en los catálogos de moda y en las revistas juveniles a las que dedicaba horas y días, embelesada con fotografías de chicas mucho más altas, delgadas y carismáticas que yo. Ellas siempre eran más y mejores. Incluso recuerdo las que leía de mi abuela, que incluían dietas milagro cada semana para perder ¡5 kilos en 5 días! Pienso en las famosas modelos de los 90, tan perfectas para mí, y en la vasta colección de recortes que acumulaba en carpetas y cajones. Pienso en aquel período en el que me inscribí incluso en una agencia de modelos. La suerte es que no duré mucho porque volverme una presumida maquillada y con tacones de aguja era harto complicado. Pero recuerdo, entre las filas de jóvenes soñadoras, a una chica muy enferma –los labios morados, la escasa melena, la piel transparente, la mitad de su peso– a la que llegué a envidiar por su extrema delgadez, aún sabiendo que estaba terminal cumpliendo su último sueño de caminar sobre una pasarela. Evoco esa envidia ahora y me estremezco. Como me estremece la indiscriminada exposición de las adolescentes de hoy y, a su vez, la desmedida facilidad para acceder a muchísima más información, en tantos casos muy perniciosa para su salud, a un solo golpe de click.

 

Imagino a esa chica, con la característica inseguridad y su correspondiente magnificencia de la realidad a esa edad, mirando imágenes mega retocadas de modelos mega perfectas e influencers mega seductoras en Instagram, siguiendo páginas sobre drásticas y peligrosas dietas en Facebook, leyendo sobre formas de mirar, de ser y de pensar distorsionadas en Twitter o viendo vídeos en Youtube emitidos por personajes públicos o meras aficionadas que no miden el comprometido poder que ejercen sobre su tierna y esponjosa mente. Y lo peor, imagino a esa misma chica recibiendo mensajes cuanto menos desagradables de otras y otros adolescentes cuando se anima a publicar una foto o un mensaje sobre ella misma, contando –voy a ser generosa con mis suposiciones– con que no tenga ninguna diferencia o “defecto” a los ojos del resto. En este caso, como en el mío, dicha diferencia se convertirá en un gran problema.

 

Y me pregunto, ¿qué podemos hacer para evitar sus trascendentales efectos sobre una adolescencia tan expuesta a tal cantidad de estímulos potencialmente dañinos? Obviamente no podemos enfrentarnos a todas esas deformadas realidades que acontecen en las redes sociales, pero sí podemos adelantarnos y aceptar, respetar y amar a las personas como son, desde edades bien tempranas. Sin expectativas, sin juicios y sin moralismos.

 

Porque una persona tratada con amor incondicional tendrá el suficiente amor propio para filtrar la inagotable y beneficiosa fuente de información de la que dispone hoy y sabrá discernir a quién merece realmente la pena mirar y admirar. Sin ánimo de imitar, idolatrar o sublimar a nadie. Siendo siempre ella misma.

 

Ainara

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